Ignacio Ávalos Gutiérrez *
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RESUMEN: |
ABSTRACT: An attempt to change Venezuelan economy in depth, and within this frame, its state protected industry for more than three long decades, is under way. A competitive industry is required for the purpose to convert the present economy into an open market one. Macroeconomics policies point to this objective. Despite some important changes, the technological policy of the country does not evolve enough to match the transformation intented to be introduced at the economical plane. In a context where technology is an increasingly determinant factor for competitivity, Venezuela needs to do an important effort in order to build a more efficient industry. Among other things, it is necessary a policy centered on the concept of “technological mastering” rather than one based on the generation of “national technologies”, and a policy organized around the productive sector rather than around the “scientific and technological” sector. Both things point to a strategy oriented to the creation of technological capabilities into firms, rather than one promoting a strong relationship with universities and other state owned research centers. It would be necessary to undertake a deep institutional transformation that should include the way the government intervenes in the industrial activities, and the way the industrial sector organizes itself in order to make possible the process of technology generation and diffusion. In doing so, Venezuela could become a more competitive country. |
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El país trata de cambiar los fundamentos de su economía. Está en camino un nuevo esquema de desarrollo que, por conocido, no amerita aquí de mayores explicaciones. En síntesis, se quiere implantar en Venezuela una economía de mercado lo más abierta posible, en condiciones de insertarse, con provecho y eficiencia, en los procesos de globalización económica. Desestatización, privatización, desregulación, competitividad, exportaciones, reforma comercial, son los aspectos claves que marcan el esquema y a los que responden las primeras transformaciones que se han dado.
No quiero detenerme, tampoco, en mis objeciones al esquema. Diré tan sólo que se está incurriendo en ciertos extremismos que por ahora me los explicó por las ganas de romper todo vínculo con el pasado; abrigo la esperanza de que dentro de poco se podrá volver a hablar de subsidios o justicia social sin pasar por enemigo de la economía de mercado y de la productividad. Diré también que se quiere ir demasiado rápido, sin tomar en cuenta la dosis de cambio que pueden recibir nuestras estructuras productivas. Este punto es particularmente relevante con respecto al tema que atañe al presente ensayo: el desarrollo tecnológico, piedra angular de la reforma que se quiere hacer, es cuestión de tiempo, de mucho tiempo si se toma en cuenta la base desde la que arrancamos.
Al margen de lo anterior admito que no podíamos seguir como veníamos y que el país lleva el rumbo general que debe llevar dadas sus propias circunstancias y, sobre todo, las circunstancias por las que atraviesa el mundo, las que, si se me permite una simplificación, quedan delineadas desde los cenáculos del GATT. Las reglas de juego están puestas y hay que conocerlas, interpretarlas y manejarlas. Hay, pues, que saber jugar el juego económico conforme a lo que ellas disponen y sacar el mayor provecho que nos sea posible.
La economía se juega con tecnología. Como es de rigor, diré que el manejo de ésta es condición necesaria, aunque no suficiente, para que las economías modernas puedan funcionar con razonable éxito. A pesar de las complejidades metodológicas que rodean la medición de lo que genéricamente se llama capacidad tecnológica, los datos son cada vez más convincentes Los países que más invierten en el desarrollo de su potencial científico y tecnológico son los que enseñan un mejor nivel de desempeño económico.
Lo mismo se evidencia, desde luego, en las empresas y en los diferentes sectores industriales. Las denominadas industrias “intensivas en tecnología” son las que más crecen. De otro lado, las ventajas comparativas son, en buena medida, una función de las neuronal: éstas son responsables de una porción creciente del valor agregado de una gama cada vez más amplia de bienes. Hay constancia de la progresiva “desmaterialización” de la actividad productiva y de la determinante importancia que adquiere, la capacidad que logra hacerse cada país a través de la preparación y organización de su gente en términos de la actividad económica
Se aprecia, en fin, que las naciones que cuentan con un desarrollo de más o menos larga data, o bien las que se acomodan bajo la categoría de los “late comers”, son las que más recursos han destinado a la formación de su “capital intelectual” y las que más lejos han llevado su sistema institucional a fin de que dicho capital pueda relacionarse provechosamente con las tareas productivas. Son, según la jerga moderna, las que tienen mejor montado su “sistema nacional de innovación”.
Los países subdesarrollados se caracterizan casi por lo opuesto. No requiero alargarme en el punto, ni tampoco en sus consecuencias. Quizá valga la pena recordar, sí, que el progreso tecnológico conspira contra las ventajas “clásicas” de que disponen estas naciones. Este hecho, y, en relación con él, los patrones que orientan hoy en día la actividad económica en todo el mundo, hacen urgente la elevación de su nivel tecnológico.
En lo que resta del artículo y dentro de este marco general, examinó el caso venezolano.
En lo que se refiere a su industria, Venezuela adoptó, desde la década de los cincuenta el recetario prescrito para el “modelo de sustitución de importaciones”. Abundan, casi están de moda, las críticas que destacan las consecuencias negativas que tuvo para el proceso nacional de industrialización. Hace falta, sin embargo, un análisis más equilibrado, no sólo para hacer justicia a las proposiciones cepalistas, hoy en día tan vituperadas, sino para no desdeñar ideas que siguen teniendo su importancia, aún para la puesta en marcha del nuevo esquema de desarrollo.
No toca hacer aquí, desde luego, un balance de lo que ha sido la experiencia de estos treinta años, pero si vale la pena advertir frente al riesgo de caer en simplismo que nos lleven a adoptar, casi con furia, un supuesto extremo contrario al modelo que hoy se abandona. En medio de un discurso bien argumentado, el SELA ha advertido, con razón, que no debemos pasar del proteccionismo indiscriminado al liberalismo anárquico.
Con lo anterior puedo entrar a señalar, sin la obligación de ir a los detalles para matizar y ponderar, que la industrialización sustitutiva significó la conformación de un aparato industrial ineficiente que, no obstante, pudo desempeñarse con comodidad dentro de un mercado que el Estado le reservó casi por entero a sus productos. Una combinación malsana de estatismo con proteccionismo hizo que la industria venezolana nunca tuviera el apremio por producir mejor. Así las cosas, el país pudo prescindir de la política tecnológica. Y las empresas también.
Por lo general, éstas últimas limitaron su estrategia tecnológica a la compra de maquinarias y equipos en el exterior, no necesariamente los más modernos, pero que alcanzaban de sobra para producir en una economía cerrada y poco competida, y a la adquisición del conjunto mínimo indispensable de conocimientos para saberlos usar. Conforme a una distinción acuñada en la literatura sobre el tema, se orientaron hacia la adquisición de “capacidad de producción” (bienes tangibles, físicos) y no de “capacidad tecnológica” (bienes intangibles, conocimientos), es decir, la capacidad para emplear aquella en forma adecuada, adaptándola y mejorándola.
A esta realidad, el Estado opuso una política de ciencia y tecnología que, en última instancia, poco tuvo que ver con ella. Resultó en una formulación que marchó casi en paralelo con la realidad descrita.
En efecto, la “política oficial”, articulada desde el Conicit, fue concebida desde la perspectiva del “sector científico y tecnológico”, no desde la del medio productivo. Por encima de los cambios registrados a lo largo de los años, esta perspectiva se mantuvo y le dió su sello a la política. A partir de aquí, cinco trazos alcanzan para describirla.
Fue “estatista” en el sentido de que dejó para el sector público el grueso de la carga del desarrollo científico y tecnológico nacional. Esto no significó, vale la pena aclararlo, que el Estado tuviera una participación sólida, tal como lo atestigua, por ejemplo, el bajísimo presupuesto del que tradicionalmente ha dispuesto el tal “sector”.
En segundo lugar, fue “cientificista” en la medida en que partió de la premisa de que la innovación tecnológica era fundamentalmente un hecho científico, nacido del centro de investigación.
Fue, por otro lado, “ofertista” porque agrupó todas sus acciones en torno a la idea de crear conocimientos en los laboratorios, a la espera de que fueran demandados por las empresas; dicho de otra manera, se intentó crear una capacidad fuera de las empresas, tratando de que éstas pudieran servirse de ella.
Como consecuencia de ello, el núcleo táctico de la política fue y así aludo al cuarto rasgo la vinculación del “sector de ciencia y tecnología” con el sector productivo. ¿Cómo hacer para que lo que aquel le ofrecía, éste lo utilizara?. Esta fue la pregunta central y permanente, la que se erigió, además, en el criterio básico para establecer cuán buena o mala era la política y, más en concreto, cuán efectivo era el desempeño de los centros de investigación. La famosa, y todavía citada, tesis de la marginalidad de la ciencia fue la respuesta a esa pregunta. El no menos conocido “triángulo de Sábato” (en realidad también invento de su socio el Sr. Botana, casi nunca mencionado), aportó un sustrato de organización al planteamiento, con el tercero de los vértices representando al Estado en su misión de unificador de los otros dos.
Por último, la política fue “endogenista”, si cabe la expresión. Su desideratum se enmarcó en la creación de una capacidad de generación de “tecnologías propias” que le permitiera al país disminuir la dependencia de la importación de tecnología extranjera, la cual representaba un desestímulo al desarrollo científico y tecnológico nacional. Tal propósito se intentó al amparo de un “régimen de protección tecnológica” que formaba parte del régimen general de protección a la industria. Pero, por otra parte, y en clara contradicción con lo anterior, se aplicaron políticas que favorecían la importación de maquinarias y equipos en la creencia de que eso era desarrollo tecnológico.
Según ha quedado bien asentado en diversos estudios, de esta manera la “política oficial” dejó por fuera la estrategia de asimilación de tecnología, vale decir, la vía mediante la cual los procesos de compra de tecnología foránea se hacen complementarios de la creación de capacidades tecnológicas en el seno de las empresas locales.
Como se verá en otra parte del ensayo, estos rasgos, propios de la política tecnológica en tiempos de proteccionismo industrial, aún gozan de buena salud.