Rafael Cartay *
Índice:
RESUMEN: |
ABSTRACT: The English Industrial Revolution consolidates with the establishment of factories and the development of machines. However, these innovations caused negative effects on the labor stability of the workers because it intensified the level of their exploitation. The workers revolted against the introduction of machinery that could save the use of manual labor. In a England shaken by the advances of technical progresses between 1811-1813, the workers organized clandestine movements such as the Luddites. |
||
De la simple herramienta a la maquinaria industrial inglesa nace la industria fabril moderna, especialmente en la rama manufacturera. Allí, la herramienta fue sustituida por la máquina, y el capital fijo pasa a ocupar el lugar central del proceso productivo. Como dijera Marx (1), la herramienta se convierte de simple herramienta, accionada por el hombre, en una máquina, que transforma al hombre en pieza de un complejo mecanismo. Al producirse tal transformación, se liberan las enormes fuerzas productivas de la época, privilegiando la actividad industrial, intensificándola, concentrándola, multiplicándola. Esta sustitución se cumplió con muchos tropiezos, pues los nuevos inventos mecánicos rasaron las mercancías y acortaron la parte de la jornada que el obrero requiere para reproducirse (“trabajo necesario), alargando la jornada de trabajo que el obrero entrega al capitalista (“trabajo excedente”), lo que aumenta la producción de plusvalía.
La máquina, con su fuerza motriz, resta importancia a la fuerza muscular, permitiendo la incorporación de la fuerza de trabajo de mujeres y niños, perceptores de menores salarios y con mayor flexibilidad muscular que fuerza bruta. En 1835, la industria algodonera inglesa empleaba 182.092 obreros, de los cuales 53.410 eran mujeres mayores de 18 años, y 78.007 muchachos menores de 18 años. Es decir, un 72% de los trabajadores de esa industria eran mujeres, jóvenes y niños (2). Años más tarde, en 1847, tal proporción alcanzaba a un 75% (3).
En aquel entonces, la vida del trabajador cambió radicalmente. Se le impuso un nuevo ritmo y horario de trabajo por medio de una estricta disciplina laboral, severas sanciones a los transgresores y bajos salarios. Las condiciones de trabajo eran deplorables, pues se realizaba en medio de una enorme contaminación y suciedad, y carente de los más elementales servicios públicos (agua, cloacas, sanitarios, limpieza de calles) y de viviendas higiénicas. Tal pobreza, e insalubridad, estimuló el desarrollo de epidemias de cólera y de fiebre tifoidea, particularmente a partir de 1830. Más tarde, en 1848, los mayores centros urbanos comenzaron a modernizarse, se difundieron los servicios públicos y la situación ambiental mejoró, pero el régimen de trabajo, pese a haber mejorado, continuó siendo espantoso. En aquella época tenebrosa, “los niños vivían la vida de las máquinas cuando trabajaban, y de las bestias cuando no lo hacían”. (4). El novelista Víctor Hugo estigmatizó aquella miseria con una frase lapidaria:”“Estos niños entre los que no hay sonrisa”. En 1817, la jornada de trabajo comenzaba a las 5 de la mañana y terminaba a las 7:30 de la noche. Apenas se le concedía al trabajador media hora para el desayuno, a las 8 de la mañana, y media hora para el almuerzo, al mediodía (5).
Los problemas se agravaban en el caso de la manufactura centralizada, que reunía a un grupo de trabajadores en un taller con un horario único, rígidas normas de trabajo, supervisión continua y evaluación diaria del rendimiento. En la manufactura descentralizada, llamada también putting-out o trabajo domiciliario, que agrupaba trabajadores dispersos laborando al destajo, las condiciones de trabajo no eran tan agobiantes, pues se trabajaba a domicilio y al ritmo fisiológico de cada uno. Al establecerse la revolución industrial, la manufactura descentralizada perdió importancia frente al avance avasallador de la fábrica.
La introducción de maquinarias estimuló el crecimiento de los telares mecánicos (“power loom”) en Inglaterra. De 2.500 que eran en 1813, pasaron a 12.150 en 1820, a 45.000 en 1829, y a 85.000 en 1833 (6). Paralelamente, la máquina desplazaba a los trabajadores y les quitaba el pan de la boca, lanzándolos al desempleo. A partir de 1840 la máquina desplazó al trabajador manual, y ya para 1860 prácticamente no existían trabajadores manuales en la industria inglesa del algodón (7).
Era natural, pues, que los trabajadores, sintiéndose desplazados o potencialmente amenazados con el desempleo, reaccionaran agresivamente contra las máquinas. Así había sucedido en 1718, 1724, 1726-27, 1728, 1740, 1765, 1802 (8). Y en muchas partes: Inglaterra, Alemania, Francia, Bélgica, Italia. La máquina se había convertido en una especie de Moloch destructor de vidas: símbolo de una nueva era que concitaba el odio por doquier, especialmente entre los estratos sociales que se creían desplazados y no disponían de capital suficiente para adquirirlas. Entre 1788 y 1789 numerosas fábricas de tejidos habían despedido personal. En 1793, una docena de industriales ingleses quebraron y la importación de algodón bruto cayó de 35 a 19 millones de libras, aunque más tarde, en 1802, se recuperó y aumentó hasta 60 millones (9).
Las innovaciones mecánicas en la industria textil, que desplazaron al telar manual y el torno de hilar, no cesaban, una vez que se produjeron las tres máquinas revolucionarias: la primera máquina de hilar automática, o spinning-Jenny, inventada por James Hargreaves en 1764; la máquina de hilar hidráulica, o water-frame, creada por Richard Arkwright en 1769, y la máquina híbrida, o mule, inventada por Samuel Crompton en 1779. Estos progresos eran vistos con desagrado por los trabajadores, hasta el punto de que las primeras jennies de Hargreaves, que permitían hilar ocho fibras a la vez, fueron destrozadas por sus obreros. En 1779, más fábricas de hilados fueron asaltadas y destruidas en el condado de Lancaster (9). Hargreaves, Arkwright y Kay, el inventor de la lanzadera volante, debieron escapar de Lancashire para salvar sus vidas (10).
La reacción contra las nuevas máquinas tomó cuerpo con los sabotajes de los ludditas entre 1811 y 1812. Entonces, la sobreproducción industrial ya era un hecho, la migración rural-urbana se había intensificado, y se critica abiertamente a las leyes de los pobres, que algunos llamaban “leyes contra los pobres”. Las críticas mayores contra los programas asistenciales del gobierno venían de Adam Smith, Wallace y Malthus. Smith sostenía que tales leyes impedían el libre desplazamiento de la mano de obra y engendraba desigualdades en los salarios. Wallace, y más tarde Malthus, intentaban demostrar que las tendencias al sobrepoblamiento exigían la desigualdad y prohibían el reconocimiento del derecho a la asistencia, preconizada por tales leyes. Al eliminarse la asistencia a los pobres, se estaría incitando a los miserables a no procrear.
En este escenario surgen los ludditas. Oficiales y artesanos sentían que les robaban sus derechos constitucionales. Entonces, comenzaron a destruir objetivos industriales concretos: telares mecánicos en Lancashire, tundidoras mecánicas (cortadoras de paño) en Yorkshire. Y se resistían a la desaparición de las costumbres de trabajo en la industria de punto de los Mildlands. Para sus actividades subversivas, los ludditas contaban con amplias simpatías populares en los Midlands y en el West Riding (11).
Los ludditas tuvieron sus primeros líderes entre los tejedores de medias de punto y los cortadores de paño. Al ritmo de una canción de combate, su himno, “El triunfo del General Ludd”, asaltaban fábricas y saboteaban máquinas:
Alguno puede censurar la falta de respeto del general Ludd por las leyes. Serán aquellos que no han pensado que fue aquella otra demencial imposición la única causa que ha producido tan desgraciados efectos.
El general Ned Ludd, su comandante, fue un personaje misterioso, protegido por el anonimato de un seudónimo. Nunca se conoció su identidad, y por ello creció su imagen mítica. Se creyó falsamente durante un tiempo que era Gravener Henson (1785-1852), pero, en realidad, siguió envuelta su identidad tras un velo de misterio, propio de una organización que actuaba en la clandestinidad, que no llevaba actas de sus reuniones secretas y que no firmaba sus arengas. Verdadero o falso, el general Ludd fue el “reparador” de la injusticia, el “gran vengador” de las afrentas a la clase obrera, y el defensor, “por el voto unánime del oficio”, de los derechos arraigados por la costumbre y la ley (11).
Aunque se ha afirmado insistentemente que las destrucciones de máquinas preconizadas por los ludditas reflejaban el rechazo del obrero contra el progreso técnico, Hobsbawn (8) argumentaba que su rebelión, más que contra la máquina y el avance tecnológico, era contra aquella cosa que amenazaba su estabilidad laboral y su nivel de vida. Por ello destruían las máquinas ahorradoras de trabajo. En las regiones geográficas y en las ramas industriales donde las introducciones tecnológicas no perjudicaron tan severamente a los trabajadores, no se registró hostilidad alguna contra las máquinas. Así ocurrió en la industria tipográfica o con la introducción de barrenos en las minas. Marx (1) sostuvo que el obrero confundía el objeto de su lucha, desviándola hacia los medios materiales de producción en vez de dirigirla contra su forma social de explotación.
La represión oficial asestó un duro golpe a los ludditas, reduciendo a prisión sus dirigentes. En 1812 la Cámara de los Lores discutió la aplicación de la pena capital contra los ludditas. Entonces, Lord Byron, el famoso poeta inglés, pronunció terribles palabras contra los legisladores que querían aprobarla:
No hay ya bastantes penas de muerte en vuestras leyes? No hay ya bastantes cuajarones de sangre en vuestros códigos, que todavía queréis derramar más, hasta que los cielos griten y clamen en contra vuestra? Son ésos los medios con que queréis curar a un pueblo hambriento y desesperado? (12)
El movimiento luddita terminó en 1813 en medio de un sangriento juicio colectivo. Esa fue la triste suerte de los primeros adversarios organizados que osaron disentir por la fuerza contra el formidable avance del progreso técnico (13). Años después, en 1819, se produjo una masacre de obreros en Peterloo, Inglaterra, sacrificio heroico que hizo posible , al menos, la prohibición del trabajo de niños menores de nueve años en las fábricas inglesas de algodón. Los niños obreros fueron reemplazados por las máquinas, dándoles tiempo para vivir su infancia. Las máquinas demostraron así, ser algo más que Moloch, concediéndole tiempo libre al hombre para que pudiera enriquecer su vida.
REFERENCIAS
* Economista (1966) de la Universidad Central de Venezuela (UCV). Dr. Tercer Ciclo (EPHE- Sorbone, París, Francia, 1976), Profesor titular del Instituto de Investigaciones Económicas y Sociales (IIES) de la Facultad de Economía de la Universidad de los Andes (ULA). Autor de varios libros de Economía.