Judith Sutz*
Llegados hasta aquí uno vuelve a preguntarse: ¿Habrá realmente una propuesta nueva y global dirigida a los países subdesarrollados que exhibe como llave del progreso a la “inteligencia”, la información y el conocimiento?
En todo caso no es dable esperar algo parecido a la Alianza para el Progreso: un programa preciso y explícito, con financiamiento propio y que intentaba salirle al cruce a una situación política bien concreta del momento, como era el triunfo de la Revolución Cubana y su extraordinaria influencia en los movimientos revolucionarios latino americanos.
Los planteos actuales están lejos de ser tan concretos, ni en el diagnóstico del subdesarrollo ni en las soluciones propuestas. Más aún, la existencia de una nueva estrategia “informativa” sólo puede ser sugerida como hipótesis, a diferencia, por ejemplo, de la estrategia industrializadora acerca de cuyos presupuestos y objetivos no cabía duda alguna, ya que estaban explícitamente descritos.
En la base de la hipótesis está la importancia decisiva que ha alcanzado la adquisición, procesamiento y transmisión de información en la gestión interna y en las formas de competencia de las empresas multinacionales, así como en los diversos mecanismos de gestión estatal.
Probablemente el fenómeno sea más profundo y se relacione con una nueva división del trabajo a nivel mundial en que sean las industrias de punta, especialmente las vinculadas con la información las que se constituyan en baluarte estratégico del polo desarrollado. (20).
Pero la hipótesis puede sustentarse con sólo observar la superficie. En la literatura referida al tema se describe siempre una misma situación: “la mayor parte de las grandes sociedades multinacionales de los sectores de punta -electrónica, química, petróleo, energía atómica- dependen crecientemente de un intercambio constante de datos que atraviesan fronteras nacionales”; “todas las indicaciones apuntan a que el aspecto más reñido de la competencia estará basado en el futuro, más en el uso de conocimiento especializado, información y nuevas capacidades tecnológicas para su comunicación que en la utilización de factores más tradicionales” (21 ), etc.
Si esto es así, los países subdesarrollados tienen que integrarse físicamente al sistema telemático general, aunque no más sea porque son nodos obligados en la red informática de las multinacionales. Pero se dan casos en que esa “necesidad “ es resistida por gobiernos de algunos países.
Un ejemplo concreto es el de Brasil, que escandalizó a los participantes del último congreso del IBI (Oficina Intergubernamental de Informática) realizado en Roma en Junio de 1980 (22). La postura brasileña se resumía así: “El Brasil aplica actualmente una política de examen caso por caso de esas actividades (telemáticas), acordando autorizaciones específicas, siempre provisorias y prohibiendo la utilización a partir de territorio brasileño y por teleinformática de computadoras situadas en el extranjero, para tareas que puedan ser realizadas en el país”. En general muchos otros países expresan reservas frente a esta nueva forma de integración internacional. Entre los temores está el de la pérdida de identidad cultural: nuevamente los brasileños señalan “La información no es neutral, en el sentido de que ella está impregnada de la cultura de los que la crean”.
Los temores sin embargo no se agotan en cuestiones de identidad: abarcan cuestiones mucho más tangibles, como por ejemplo, la problemática del empleo o la calificación laboral. Con respecto a este último problema, un técnico francés señala: “Algunos países correrán el riesgo de verse reducidos a un mercado de consumidores, teniendo por sobre todo un terminal de toma de decisiones y cómputo de ventas, atendido por personal poco calificado” (23).
Este mismo técnico agrega: “ninguna nación puede evitar preguntarse cual es su lugar en el gran organigrama del mundo, donde los flujos transfronteras de datos trazan actualmente las nuevas líneas de fuerza” (24).
Por otra parte, los obstáculos a la integración teleinformática no terminan con las reticencias más o menos claramente formuladas de los países nodales.
Otras dificultades, ya anotadas, provienen del difundido criterio de reservar para el Estado las actividades de teleprocesamiento de datos, en muchos casos establecido con bastante anterioridad a la demanda masiva por facilidades telemáticas. (25). Se hace por lo tanto preciso modificar, de hecho o de derecho, una situación que imposibilita la implantación y manejo “adecuados” de la infraestructura técnica.
Además, una vez formada la red ésta tiene que funcionar con eficiencia, o sea, libremente: todo intento de controlar y eventualmente restringir el flujo de datos a través de fronteras nacionales es visto como intolerable. (26).
Estas consideraciones sugieren la necesidad de una gran ofensiva ideológica que le abra las puertas a la infraestructura productiva y comunicativa de la información y que procure la no interferencia en sus flujos.
Una vertiente de esta ofensiva se inscribe en la tónica del trabajo de Dedijer: el subdesarrollo es sustancialmente una forma de atraso cultural para cuya superación hay que apelar al conjunto de los productos de la industria de la inteligencia. Otra vertiente propone ya no la modificación de pautas culturales, sino justamente su preservación, también telemática mediante. “La independencia cultural del Tercer Mundo y el Nuevo Orden Mundial de la Información que reclama pasan por nuestra capacidad (la de los europeos) para ofrecerles las mismas infraestructuras y tecnologías que nosotros poseemos” (que son mayoritariamente norteamericanas). (27).
Aún en un nivel descriptivo las diferencias básicas entre los países son borradas: éstos se dividen en “data rich “ y “data poor”, “information rich” e “information poor”. Este es el nuevo gap a superar para lograr el desarrollo, tal como lo plantea Masuda.
Por otra parte, la ofensiva ideológica no asumirá solamente formas explícitas como las que se derivan de una caracterización “informática” de las brechas entre naciones.
Entre estas otras formas, múltiples y diversas, se destacan la ilusión racionalizadora que acompaña al computador, que adquiere especial importancia en países que, como Venezuela, han incorporado masivamente hardware informático.
Esta ilusión racionalizadora se expresa en la aceptación, de hecho, del statu-quo vigente. No porque se ignore o se disimule su irracionalidad o el despilfarro de todo tipo de recursos que implica sino porque se supone que esos defectos serán superados, por fuera del sistema, mediante su dirección y control computarizados.
Quizás esta ilusión tuviera algún asidero para cuestiones menores o secundarias si el computador fuese elegido como herramienta para manejar procesos previamente modificados, aunque no en el fondo, al menos en la forma. Pero en los países subdesarrollados -al menos el ejemplo latinoamericano es claro en ese sentido- no se eligió importar computadoras: éstas fueron impuestas por la maquinaria de ventas de los gigantes norteamericanos.
En este contexto, la fe en la solución electrónica sustituye a la razón y se constituye de hecho en coartada para el inmovilismo.
El terreno parece así abonado para pasar de lo local a lo internacional. Quienes proponen para la miseria del subdesarrollo “soluciones inteligentes” encuentran internamente oídos receptivos. Y la lógica de la ilusión lleva a subir la apuesta, ¡conectemos nuestras computadoras con las del resto del mundo y nuestro progreso se hará realidad!